jueves, 14 de agosto de 2014

¿Por qué el cierre de la frontera no detendrá el contrabando de gasolina? por Sinar Alvarado


Entre Venezuela y Colombia existe una de las diferencias de precios más altas del mundo para el combustible y los alimentos subsidiados. Esta rentabilidad, sumada a la corrupción de las autoridades y a la amplitud de la frontera, ha disparado el contrabando a niveles de escándalo. ¿Puede un cierre parcial de fronteras detener este alud? Permítanme dudar.

Entendamos primero nuestra geografía desmesurada: Venezuela y Colombia comparten dos mil doscientos kilómetros de frontera. Vista en los mapas, es una línea en zigzag que viaja de norte a sur, visitada aquí y allá por numerosos caseríos, algunos pueblos y unas pocas ciudades de talla media. Pero esos centros poblados son accidentes escasos: a lo largo de esa línea abunda una inmensa soledad. Desde Castilletes, en La Guajira desértica, hay que viajar y ascender a los bosques en la Sierra de Perijá; de allí se baja hasta el sur del estado Zulia, se sube otra vez hacia Los Andes y se baja nuevamente en la zona del Arauca. Allí se cruza la vastedad de los Llanos y la cuenca del Orinoco, entre ríos caudalosos que conducen por fin, muy cerca de Brasil, a la majestuosa y súbita Piedra del Cocuy.
Es un viaje largo que puede resumirse en unas pocas palabras. Pero allí, con los pies sobre el terreno, es imposible cubrir la tierra inabarcable. En numerosos viajes he cruzado buena parte de esos territorios, y en todos ellos se repite el contrabando de combustible (también el de alimentos, pero esa es otra historia). Apenas varían los métodos. Hacia el extremo sur de la frontera, entre el Amazonas y Guainía, hay lanchas que surcan el Río Negro cargadas con gasolina y diésel en tanques de plástico. En esa tierra lejana, el combustible impulsa además otras actividades, sobre todo la minería ilegal en el agua y en tierra firme. Por allá existen lugares como Maroa, en territorio venezolano, un pueblo fantasma de calles vacías, donde los pobladores, como zombis, buscan comida en los comercios desahuciados. Ya casi nadie vende nada. Solo el trasegar de la gasolina exhibe un auge creciente.
Más arriba, entre Cúcuta y San Cristóbal, crece el tráfico y se realiza cada día a la vista de la ley. Hay centenares de camiones que absorben el combustible del lado venezolano y cruzan hacia el Norte de Santander a vender la carga. Muy cerca de allí, en Bucaramanga, viven decenas de artesanos que se han especializado en una difícil rama del negocio: construyen, por mil trescientos dólares, tanques clandestinos que instalan en sedanes de años recientes. De distintas regiones de Colombia reciben encargos para “preparar” cada vez más vehículos. Y en solo una semana tienen el trabajo hecho.
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A la geografía debemos sumar la economía. No conozco en esta región pueblo de frontera que no enfrente crisis diversas: desempleo, violencia, educación escasa y ausencia parcial o total del Estado. Desde muy chicos, en esos sitios, los hombres y mujeres luchan para financiar su techo y su alimento. Y debemos ser francos: ante la falta de oportunidades, cualquiera se deja tentar con la oferta de un negocio tan lucrativo. Por debajo de los grandes capos, dueños de patios donde almacenan y carros tanques donde transportan, sobrevive una masa anónima de trabajadores (choferes, ayudantes, caleteros y despachadores) que tienen en la gasolina su único chance laboral.
Por eso el contrabando ha cambiado de manera profunda a todas estas poblaciones. Del lado venezolano está Sinamaica, una laguna habitada por antiguos pescadores de la etnia wayúu. Pero ahí ya nadie pesca. Sobre la superficie contaminada (hay derrames de combustible frecuentes) flotan ahora lanchas que remolcan “chorizos”con decenas de tanques cargados de combustible. Estos intermediarios mueven la mercancía hasta una playa venezolana ubicada a pocos kilómetros de Maicao. Y en esa orilla los reciben centenares de camiones que cruzarán la frontera por distintas trochas incontables.
Del lado colombiano, a solo trescientos kilómetros de esa laguna, está el pueblo de La Paz, donde el ochenta por ciento de la población vive exclusivamente del contrabando. Ya nadie siembra algodón ni cuida ganado, como antes; ahora pocos quieren ir a la escuela. La mayoría huele la gasolina y se deja seducir antes de alcanzar la adolescencia.
El contrabando de combustible, como fenómeno social y financiero, se parece mucho al narcotráfico. Ambos se lucran moviendo mercancías de rentabilidad exponencial; ambos captan su mano de obra entre los desesperados y los oportunistas; ambos, por supuesto, lubrican sus maquinarias con el soborno y reciben de las autoridades una colaboración inestimable. Pero el combustible impulsa a toda la industria global. Los contrabandistas proveen cada vez más líquido a esa maquinaria voraz y sedienta.
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He viajado por La Guajira durante más de treinta años. Allí el contrabando es tan antiguo como las dos repúblicas, y los contrabandistas han adoptado siempre el producto más rentable. En distintas épocas han movido cigarrillo y whisky; también electrodomésticos, ropa y alimentos subsidiados. Pero desde hace más o menos seis años, el combustible se ha convertido en su rubro favorito. Desde Maracaibo, cada noche, y desde varios pueblos cercanos a la frontera, salen cargados centenares de camiones medianos (32 tanques de 240 litros cada uno) y grandes (el doble), con toneladas de gasolina y diésel rumbo a Colombia. Antes de cruzar la frontera, viajan por distintas rutas, pero en casi todas deben negociar con la Guardia Nacional. Los coroneles y generales no gastan su tiempo de madrugada en esos retenes, pero sí dejan encargados a sus subalternos, para que coordinen el paso de las caravanas y, sobre todo, para que cobren su tajada.
Es cierto que los contrabandistas cruzan las distintas fronteras oficiales. Pero también usan muchas trochas: rutas más o menos discretas y casi infinitas que comunican a los dos países a través de una red porosa. Para cubrir todo ese vasto territorio harían falta muchos ejércitos con miles de hombres dispuestos a cumplir la ley. Repito: miles de hombres dispuestos a cumplir la ley.
Aunque las autoridades venezolanas lograran cerrar de verdad toda la frontera (las regulares y las otras: el inmenso monte solitario), aún quedaría por resolver el tema de la corrupción. El contrabando de combustible—de nuevo, igual que el narcotráfico— tiene un inmenso poder de compra, porque la gasolina venezolana es ochenta veces más cara del lado colombiano. Además, el bolívar sigue perdiendo valor frente al peso, y los contrabandistas colombianos cada vez pueden comprar más gasolina barata con su dinero. En esta diferencia abismal está la ganancia que pone dinero en tantísimas manos dispuestas. Es cierto que existen todavía unos pocos soldados y oficiales honestos, pero suelen recibir como amenaza una oferta de doble metal: plata o plomo. La mayoría escoge lo primero.
Todas las fronteras del mundo —terrestres, fluviales y aéreas— llevan muchos años cerradas al tráfico de estupefacientes. Pero esa veda no ha detenido un comercio que crece y crece. Ante fenómenos así de complejos, las soluciones factibles deben ser ambiciosas. Más allá de la burocracia y del aparato policial, urgen políticas económicas, estrategias educativas y generación de empleos.
Pero aún si se mejoran ciertas condiciones, sigue faltando un detalle clave: Venezuela lleva décadas acostumbrada a la gasolina gratuita. Aunque aumente el precio, ¿cuánto puede subir? El incremento que el gobierno y la nación pueden permitirse seguirá siendo muy barato en comparación con el estándar internacional. Un nuevo combustible “caro” seguirá siendo una ganga para los contrabandistas al otro lado de la frontera. Así las cosas, ¿alguien puede creer que este nuevo cerrojo burocrático detendrá la fuga de la gasolina?
Sinar Alvarado
Infiltrado en una caravana de contrabando, por Sinar Alvarado 496

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